Capitulo 1
LA INVASIÓN COMIENZA
por Gabriel Benítez
Pero ¿Quién mora en esos mundos si están habitados?...
¿Somos nosotros o ellos, los señores del Mundo?...Y ¿por qué
todas las cosas tienen que estar hechas para el hombre?
Kepler
El Dr. Hynek caminaba en silencio al lado del Hotelero. Las botas de ambos crujían de manera terrible al pisar el árido suelo del terreno, pero ninguno podía escucharlo porque lo impedía el insistente viento del desierto. Ambos, hotelero y científico, intentaban mantener sus ojos, boca y nariz, a salvo de la tormenta de polvo que los azotaba.
- ¡Arriba México lindo y querido! – exclamó en mal español el Hotelero - ¿No le parece un país fascinante?
Hynek prefirió no contestar y continuó su caminata en medio de aquel paraje que más bien semejaba un eterno limbo color arena. Finalmente, entre el polvo y el viento, se definió la figura de una casucha de madera. Hynek la señaló con su mano enguantada y los dos hombres apuraron el paso hacia ella. Cuando llegaron, los recibió un concierto de rechinidos, golpeteos y crujidos que provenían directamente de ella.
- Hay que entrar – indicó el Hotelero en voz alta para dejarse oír. – El “amigo” esta dentro
- No es bueno idea – grito Hynek en español protegiéndose el rostro con el brazo - ¡Esto se va a caer en cualquier momento! ¡La tormenta…!
El Hotelero lo ignoró deliberadamente y empujó la puerta de madera frente a él. Penetró por el umbral con la velocidad de quien llega tarde a una función de cine y se perdió en la oscuridad de la cabaña.
El Dr. Hynek masculló una maldición. Odiaba la actitud del Hotelero, sus acciones impulsivas, temerarias e irreflexivas. Y siempre era así. Era tan…arrebatado.
El Hotelero apareció de nuevo en el umbral.
- ¿Piensa quedarse ahí todo el día, doctor? – exclamó y le indicó con señas el camino al interior.
A Hynek no le quedó salida. De cualquiera manera no había viajado más de seis horas por el sofocante desierto de Sonora para regresar sin nada.
Entró.
En el interior, el artrítico concierto del maderamen se encontraba aún mas acentuado, pero el viento se escuchaba diferente. Su silbido era más sordo y más sisearte. Un olor a aceite de lámpara se extendía por el interior y la oscuridad era rota tenuemente por la luz de una mecha. La lámpara, un quinqué, se estaba de pie sobre una pequeña mesita que temblaba a ritmo de la tormenta.
Cerca de ella, sentado en una silla, un hombre viejo, vestido con un traje de manta, los miraba a ambos en silencio. Su rostro, indiferente, no los increpó por el atribulado allanamiento. Simple y sencillamente se limitaba a observarlos.
El Hotelero se despojo de la mascada que había usado para cubrir su boca, como si fuera un bandolero y después se quitó también el sombrero, mientras una lluvia de pequeños granos de arena caía directamente al suelo. Hynek imitó al Hotelero y después sacudió su barba que, aunque lo hacia ver mayor de lo que era, también le otorgaba una imagen de respetabilidad. Limpió además el cristal de sus lentes y los volvió a colocar en su lugar.
- Él es Don Juan – dijo el hotelero en voz alta y después en español al anciano – Don Juanito, este es el gringo que le dije. El también quiere saber.
Don Juan miró fijamente a Hynek. Más que verlo, parecía escrutarlo y mientras esto ocurría, nada alteraba su fisonomía. Hynek no pudo evitar inquietarse. Se pregunto si aquellas profundas arrugas en el rostro del hombre no habrían sido labradas también por cientos de tormentas como esta.
Finalmente, el anciano asintió en silencio y el Hotelero le hizo una seña a al científico para que se acercara. El doctor se aproximó al anciano y este con un tembloroso movimiento de mano, los invitó a sentarse. En medio de la mesa, además del quinqué, encontraron una botella con un líquido levemente ambarino en ella. Don Juan, sin palabras, solo con señas, se las ofreció.
- Yo no – dijo Hynek – Gracias.
- No le haga un desaire a Don Juan, doctor. Esta gente ofrece lo que puede y lo hace de corazón.
- No sabemos que pueda ser.
- Aguardiente, mezcal…- el Hotelero retiro el corcho de la botella con los dientes y le dio una buena bebida. No pudo evitar una mueca y un carraspeo profundo – ¡Dios mío! Si que esta fuerte. Pruebe.
Le tendió la botella a Hynek, y este, aunque con un poco de desconfianza, bebió. Un arroyo de fuego vivo le recorrió el esófago, Al igual que el Hotelero, no pudo evitar otra mueca.
Sorpresivamente, esa vez Don Juan sonrió. Una sonrisa amable, satisfecha.
- ¿Le gusta? – pregunto el viejo con una voz profunda y trémula
- Don Juanito le pregunta que si le gustó el aguardiente. Ande. Tómese otro trago.
- No se…
- No lo desaire.
Hynek le dio otra empinada a la botella.
- Ese gringo es fuerte – opino Don Juan y se rió.
- Dice que es usted muy fuerte para ser un gringo.- Tradujo el Hotelero y sonrió.
Al doctor no le hizo gracia el comentario.
- Bueno. Creo que esto ya ayudó a romper el hielo. Así que dígale que nos cuente su historia.
El Hotelero asintió.
- Cuéntenos, Don Juanito. Dígale lo que vio.
Hynek miró al anciano. Este señaló con una errabunda mano hacia fuera:
- Anoche vino el sol. Y me cantó.
¿Qué? Hynek titubeó con su mirada. ¿Qué cosa?
- Anoche vino el sol. Y me cantó. – repitió el anciano, como si hubiera entendido lo que los ojos de Hynek habían dicho.
El doctor se volvió hacia el hotelero. ¿Qué?
- Don Juan dice que ayer en la noche vino el sol a cantarle.
- ¿El sol?
- Así es.
- No entiendo.
- ¿No entiende?
- Así es, no entiendo. – declaró, el doctor, molesto -¿Qué quiere decir con eso?
El Hotelero no pudo evitar remarcar cada una de las frases que dijo a continuación:
- Quiere decir que en plena noche; con estrellas; y con un cielo oscuro y profundo; el sol bajo del cielo a cantarle a él solamente. No ha nadie más. Solo a él. ¡Y de noche! ¿Lo entiende ahora?
El doctor dejó escapar un bufido y echándose hacia atrás en la endeble silla miró al Hotelero con reproche. Intentó decir algo, pero solo pudo mostrar su decepción con una amarga negación de su cabeza. Intentaba contenerse.
- ¿Manejamos seis horas en el desierto para que un viejo, que bien puedo estar borracho la noche de ayer, nos dijera que vino el sol a cantarle?
- No es la única vez. Ya ha ocurrido antes.
- ¡Por el amor de Dios! – Hynek dio un fuerte golpe a la mesa con la palma de sus manos y se levantó furioso. El viejo permaneció igual de inmutable - ¿Y acaso no es posible que también hubiera estado borracho antes? ¡Es un indio mexicano en medio de la nada! ¿Cómo jodidos espera que se divierta? ¿Jugando ajedrez? ¿Por qué cree que tiene una botella de mezcal aquí? ¿Para que cree que la usa?
- Anoche vino el sol. Y me cantó. – insistió Don Juan.
Hynek estaba rojo de coraje.
- Creo que acaba de insultar a nuestro anfitrión.- advirtió, apesadumbrado, el Hotelero.
Ambos, científico y hotelero, tuvieron que quedarse a dormir en la cabaña. Encontraron un rincón donde tenderse y no se dirigieron la palabra en lo que restaba de aquella tarde. La noche llegó, eso si, pero la tormenta no se fue.
Hynek se encontraba harto. No podía soportarlo más. ¿En que se había convertido su trabajo, su investigación? ¿Y en que se había convertido él? ¿Por qué tenía que soportar a ese cabeza hueca, escritor de fantasías imbéciles sobre dioses cósmicos y pirámides extraterrestres? Ah si, ya recordaba: El Proyecto Libro Azul.
Libro Azul.
¡Santo Dios! Ese proyecto era un fraude y el bien lo sabía. ¿Qué tenían hasta ahora? Nada. Solo fotos trucadas, declaraciones de esquizofrénicos que escuchaban voces provenientes de las pléyades y entrevistas con pilotos que habían visto luces rondando como moscas alrededor de sus aeroplanos. ¿Y eso que?
Pero el gobierno norteamericano estaba muy emocionado con la posibilidad de estar siendo visitados por seres de otro planeta. Muy, pero muy emocionado. Imaginaban ese primer contacto. Y después, el intercambio de regalos, de tecnología. Y después, las armas que podrían hacer con todo aquello. Por eso patrocinaban loqueras como esa. Loqueras como el proyecto Libro Azul. ¡Diablos! Patrocinaban incluso hasta a un tipo que decía poder destruir enemigos extranjeros usando muñequitos vodú. Y finalmente lo habían mandado a él, acompañado de ese hombre, un hotelero suizo metido a investigador y autor de tres libros de éxito, a la búsqueda de pistas en la Tierra sobre visitas extraterrestres. Pero ni modo. Hynek lo había aceptado. Y lo había hecho porque ya no tenía dinero para costear más sus propias investigaciones. Sus libros eran demasiado científicos para ser un éxito y el musical de Broadway basado en su concepto de “encuentros cercanos del tercer tipo” fue un rotundo fracaso en taquilla.
No le quedaba nada más. No tenía opción.
Y sin embargo se arrepentía. Se arrepentía de todo lo que lo había llevado a ese lugar, a esa precisa situación y a ese bache en que se había convertido su vida. No había nadie más allá. Nadie venia visitarnos. Y vaya, por vida de Dios que todos estaban locos: el piloto aviador que observó por primera vez a aquellos platillos voladores flotar por encima de las montañas; los niños que vieron descender aquella luz en el bosque y que luego fueron sorprendidos por ese “monstruo” en Flatwoods; aquella familia atacada en Hopkinsville por enanos verdes y ojones; la pareja que fue secuestrada en una carretera por seres de otro mundo. Ochocientos cincuenta y tres testigos de avistamientos solamente ese año en los Estados Unidos. Cuatrocientos treinta y seis en el mundo…¡Y todos ellos estaban locos!
¡Enanitos verdes y ojones! ¡Platillos voladores!
¡Dios mío!... y de seguro él también debió haber estado loco de remate. Totalmente Chiflado.
Y ahora se encontraba ahí, tirado como perro en un jacal, con ese molesto ardor en las entrañas que le dejara aquel mezcal en la botella, rodeado de una tormenta y acompañando a viejo senil al que le cantaba el sol cuando estaba borracho.
¡Chingada madre! – Exclamó en voz baja Hynek
¡Chingada madre!- como decían los mexicanos…
Al doctor Hynek lo perseguían los indios. Cuatro indios mexicanos corrían tras él a través del infinito desierto de Sonora, ellos a caballo y él a pie. Corría como loco para no ser atrapado y sacrificado a los dioses, deidades o como quisieran llamarle aquellos hombres que iban en pos de él. El sol que cantaba debía de ser, sin duda, uno de estos dioses. ¿Y el Hotelero? No lo sabía y en ese momento su febril mente no estaba como para pensarlo. Ahora lo que contaba era salvar su propio pellejo.
Jadeaba.
A la distancia y en medio de la nada, una roca del tamaño de una montaña. Una especie de alargada meseta, redondeada en sus bordes, que casi simulaba a un cachalote varado en el desierto. Por un momento Hynek creyó que bien podía ser Uluru, la famosa Ayers Rock de Australia, la gran piedra del sueño, sin embargo…
Bueno, ¡eso que importaba ahora! Había que llegar a ella a como diera lugar y tal vez, tal vez, habría una oportunidad de escapar de aquellos indios.
Gritos como de apache se acercaban más al ya casi agotado Dr. Hynek. Aún así, este corrió más rápido.
Amanecía y la luz de la mañana comenzaba a devorar, paso a paso, a la noche. Desde la cima de la roca podía verse como la alargada línea naranja del amanecer dividía por el momento ambos reinos, mientras que un viento suave pero frío se deslizaba por todo el desierto como una serpiente en retirada.
Hynek, por desgracia, no podía detenerse a disfrutar el espectáculo. Estaba a punto de llegar a la cima, mientras que las voces de los indios continuaban, insistentes, detrás de él. Sus piernas le temblaban. Era un hecho que dentro de muy poco ya no aguantarían dar siquiera un paso más. Debía esconderse, o si no…
El suelo cedió bajo sus pies y el dr. Hynek se vio arrojado hacia el interior de una especie de caverna en la roca. Su cuerpo rodó antes por una especie de corto túnel que lo escupió sin miramientos a un suelo duro y frío, donde quedó tendido como si se tratara de un saco de granos.
Bueno, ya no había más. Aquí se acababa el juego. Ya sin fuerzas para moverse, ahora habría que esperar a que sus captores entraran y se lo llevaran al desierto de nuevo. Ni que hacer…
¿Le abrirían el pecho con un cuchillo de pedernal? Que folklórica forma de morir.
Y sin embargo, tal vez aquel era el día de suerte para el dr. Hynek.
Aunque pasó un largo rato, nadie llegó. Su cuerpo quedó ahí, derrumbado, con el rostro fijo hacia el cielo, que podía ver a través del agujero dejado en el techo de la caverna. Y ahí, en las alturas, casi tragado por la luz del amanecer, había una estrella roja e inusualmente brillante.
- No, no es una estrella…
Era Marte.
En ese momento, el cuerpo del doctor pareció perder todo su peso y este se sintió elevado poco a poco hacia el hueco de la cueva y de ahí hacia fuera, y de ahí, al espacio. La velocidad de ese vuelo era para entonces tremenda, pero extrañamente Hynek no la sintió vertiginosa.
Y fue así como llegó. Flotó hacia el planeta y después descendió en él mientras lo veía girar bajo sus pies. Vio un mundo que en algún momento fue azul como la Tierra, con grandes océanos y montañas majestuosas; vio una raza extraña de seres árbol caminar lentos y placidos por un mundo que poco a poco comenzó a resquebrajarse y desfallecer. Fue testigo del nacimiento de una nueva raza de criaturas verdes y reptilescas que después se transformaron en seres bípedos con cuatro largos y fuertes brazos. Vio su civilización crecer en medio de un planeta moribundo que día tras día perdía atmósfera. También los vio morir en medio de una gran guerra atómica. Vio surgir de entre las cenizas de estos, a un grupo de sobrevivientes, marcianos mutados, más pequeños y con solo dos brazos, pero con mucha más inteligencia que aquellos que los habían precedido.
Ellos tomaron en sus manos el cetro de los amos de Marte. Construyeron ciudades en cavernas, almacenaron agua y cosecharon comida en las profundidades. Crearon gracias a sus grandes cerebros una tecnología inimaginable…y vieron con sus ojos envidiosos a un azul planeta, vecino al de ellos, que poco a poco se transformaba en un edén.
Hynek lo supo de inmediato. Fue como una revelación.
¡El hotelero tenía razón!
Durante años “ellos” nos habían visitado. Con su tecnología habían surcado el mar de vacío qué separaba nuestros planetas para conocernos, evaluarnos y experimentar con nosotros. Conocían nuestras esperanzas y nuestros miedos. Sabían de nuestras debilidades y de nuestras destrezas. Estaban enterados de nuestro arte y nuestra ciencia. Y todo aquello, por supuesto, les tenía sin cuidado.
Y les tenía sin cuidado porque su objetivo era uno y era simple.
Y el objetivo era: ¡EXTERMINIO!
Marte. El planeta rojo. El dios de la guerra.
Sus hijos se habían preparado durante mucho tiempo para el momento de la invasión. Sus vehículos de guerra y traslado llamados ridículamente por nosotros “platillos volantes” pronto dejarían de ser un mito para insertarse con fuego en el catálogo de nuestras peores pesadillas.
Hynek pudo verlos bien: humanoides enfundados en monos verdes, parte armadura, parte trajes de protección ambiental; dueños de unas monstruosas cabezas, grandes como peras invertidas, donde la parte superior se reconocía fácilmente como un bestial cerebro bicéfalo que terminaba en una frente huesuda y en un rostro que casi podría confundirse con el de una calavera humana. Sus ojos, redondos y grandes como platos, e incapaces de parpadear impactaban tanto como su boca descarnada. Igual sus mejillas, que prácticamente inexistentes, eran sustituidas por extraños apéndices, que como sacos bubosos y alargados, se dejaban caer en forma de barbillas hasta un poco más abajo de sus mandíbulas.
El doctor volvió a poner atención en sus trajes. Para proteger toda el área de la cabeza, y casi como si se tratara de una pecera, una escafandra fabricada de un material muy semejante al cristal se colocaba y se sellaba en la armadura, de tal manera que su cuerpo no quedaba expuesto a ningún agente externo que pudiera contaminar su interior. Y finalmente, a la espalda, unos tanques rojos, del tamaño de dos extinguidores, los abastecerían de la atmósfera necesaria para vivir: La tenue atmósfera de Marte.
Filas y filas de marcianos preparados para la batalla se dirigían en marcial orden hacia los platillos voladores posados en tierra. Subían a ellos a través de sus largas escaleras de mano que después eran enrolladas automáticamente y ya en el interior activaban los sistemas de despegue. Esta gigantesca flotilla de naves se alzaba pues, desde los desiertos del planeta rojo en verdaderos enjambres, dejando atrás las áridas y pedregosas planicies marcianas y los gigantescos cañones del planeta, para dirigirse a nuestro mundo.
Para el doctor ya no había duda: los humanos pronto conoceríamos el terrible poder del ejército del planeta rojo. Así era, mientras nosotros vivíamos tranquilos en nuestra ignorancia la invasión de Marte venia en camino. Desde la tierra nadie podía ver sus ejércitos. Nadie conocía sus armas. Nadie tenía ni idea de sus intenciones. Solo él, Hynek.
El doctor se sintió de repente, desesperado. ¡Tenía que regresar! Tenía que volver a la Tierra y avisar. Pero no sabía como hacerlo. Pataleó en el limbo de su nueva existencia. Intentó controlar su vuelo. Pero no pudo lograrlo. Aquello era peor que la persecución de los indios. Peor que el proyecto libro azul. Peor que su obra en brodway. Se sentía tan inútil. Tan impotente…
El fin de nuestro mundo, pues, venía flotando, implacable, por la fría e insondable soledad del espacio y Hynek nada podía hacer avisarnos. Nada.
El grito del doctor resonó en la cabaña como si fuera el rugido de un tren. Su cuerpo se levanto del suelo casi como un muñeco impulsado por un resorte y sus brazos le temblaban. Por un momento, se sintió perdido pues no pudo establecer donde estaba. Una figura conocida llegó hasta él, apareciendo de alguna parte. Se acuclilló. Era el Hotelero
- ¡Doctor! ¿Se siente usted bien, doctor? – El hombre se veía genuinamente preocupado.
- ¿Qué paso? ¿Dónde estoy? ¿Esto es Marte?
- ¿Marte? No doctor. Aún estamos en la cabaña y no he podido despertarlo por horas…
El Dr. Hynek no pudo evitar entonces el impulso de vaciar su estomago. Vomito en el suelo de madera lo poco o lo mucho que traía dentro. El Hotelero lo sostuvo.
- ¿Ya se siente mejor?
- No sé… estoy temblando… y tuve pesadillas.
- Necesito que se reponga. ¡Tiene que salir conmigo a ver esto!
- ¿Qué? ¿Ver que cosa?
- Venga. Lo ayudaré a levantarse. Tiene que acompañarme.
- ¡No quiero ver nada! No se que me ha pasado. Creo que fue ese maldito mezcal… Ya me quiero ir de aquí.
- Nada de eso. Lo arrastraré si hace falta. ¡Tiene que verlo con sus propios ojos!
El Hotelero levantó a Hynek del suelo como si fuera un muñeco y abrazándolo, lo llevo hacia la puerta de la cabaña. El doctor dio un traspié pero eso no detuvo al Hotelero. Le hizo dar la vuelta al jacal y entonces…
- ¡Mire, doctor! ¡Mire!
Algo, metálico y brillante como un espejo encandiló de repente a Hynek. Intentó cubrirse los ojos para evitar el destello.
- ¿Pero?...¿Qué?...
- ¡Ahí enfrente, enterrado en la arena, por el amor de Dios!
El Dr. Hynek sintió en su cuerpo la revitalizarte dosis de un chorro de adrenalina. Se apartó casi con brusquedad del Hotelero y con los ojos grandes como platos avanzó apresurado y tambaleante hacia la cosa.
Frente a él, Don Juan, el viejo de la cabaña, lo esperaba. Aún enterrado a la mitad, el objeto aquel no dejaba de ser sorprendente y atemorizador. Su forma era totalmente reconocible. A su alrededor, un montón de pedazos y fragmentos provenientes de aquella cosa se extendían como basura de estrellas en un amplio perímetro. No era de ninguna manera una broma preparada. Hynek lo sabía. Lo sabía perfectamente bien. Lo había reconocido.
- ¡Dios mío! – exclamó, mientras daba un tropiezo - ¡Dios mío!
- El sol. – dijo con seriedad Do Juan y lo señaló - ES el sol.
El ovni estrellado brillaba - fulgurante y cegador - como un grito en la soledad del desierto.
Fin del capitulo uno
El Dr.Allen HynekEl HoteleroDon JuanEl sol que cantaViaje Astral a MarteProyecto “Libro Azul”Ufos (Ovnis)